En el Rastro madrileño saltó la chispa de la rebelión y los vehículos fueron usados como barricadas en plena batalla campal. Esta vez no encontraron arena debajo de los adoquines ni hubo Revolución Francesa ni se asaltó al Palacio de Invierno, pero los coches temblaron de miedo y a más de un viandante se le puso el pelo de punta y el corazón en un puño.
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